El género de Ciencia Ficción desarrolla una visión del futuro a partir del presente del momento de producción. Cuando pensamos el futuro, lo hacemos a partir de nuestro presente, en un ejercicio de extrapolación del ahora. Imaginamos coches mejores, móviles mejores, computadoras mejores y soluciones tecnológicas que ya aparecen en el horizonte, nunca inventos que realmente rompan con el paradigma presente. Si miramos hacia atrás en el género (me gusta creer que la Sci-fi surgió con la leyenda de Ícaro, aunque se impone que viene de Mary Shelley y el Monstruo de Frankstein, en el despertar de la racionalidad de la Edad Moderna), encontramos elementos que afirman esa idea: Julio Verne, completamente inserto ya en el género, creó barcos que se sumergían (Nautilus), cañones capaces de llevar hombres a la Luna… HG Wells trajo armadas de guerreros aéreos que aterraban continentes (Robur) y se le dio muy bien con La Máquina del Tiempo (en una de mis cajas…), pero en cada caso el futuro era un presente algo loco y nada más. Verne pintó un mundo destinado a cumplir todas las promesas de la Modernidad (la mayoría de las cuales veo realizadas) mientras que Wells reflexionaba sobre la naturaleza humana usando la extrapolación para tomar distancia del objeto de estudio. Pero su magnum opus es más un viaje al pasado (en un ejercicio de circularidad) que propiamente al futuro. Cuando miramos esas obras nos da la nítida impresión de que faltan llenar muchos huecos, por eso a cada adaptación al cine, por ejemplo, esas obras son bastante alteradas para adecuarlas a la estética contemporánea. De nuevo, la Máquina del Tiempo, en su versión más reciente (con un Jeremy Irons más raro de lo normal) incluye una biblioteca inteligente, cuyo avatar acompaña a los visitantes y los orienta en sus consultas. Incluso se aburre sobremanera con la ignorancia de su visitante del siglo XIX. Son actualizaciones para hacer más accesible un producto de un siglo atrás cuyo núcleo permanece actual aunque no sus accesorios.
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